lunes, 5 de julio de 2010

Bienaventurados los que sufren

Ayayay, duele, cómo duele, duele mucho. ¿Cuánto faltará? ¿Qué nunca se cansará el patrón? Siempre manoseándome, siempre montado, suda que te suda, aprieta que te aprieta. Sólo la oración y el temor a Dios nos alejarán del mal, hija mía. No nos queda más que elevar nuestras oraciones para que Él nos escuche y nos aleje de las tentaciones. Eso es, calladita, chola sucia, cómo te gusta la pinga ¿no? Cómo gozas. Pero es peor quedarse de hambre, así nos ponemos débiles, nos enflaquecemos hasta morir. Encuentra tu consuelo en la promesa del Paraíso hija, “Bienaventurados los que sufren”, dice la Palabra del Señor. Muévete chola puta, muévete que no puedo terminar, muévete carajo que si no te boto, te pongo de pezuñas en la calle. Así también la pasaba mi madre cuando ese viejo borracho se le trepaba, pegándole. Todos los hombres son malos, se alegran cuando llora la mujer. Mi mamá siempre lloraba, callándose, gemía para adentro y, en la mañana, cuando el viejo se iba, lloraba quedito, arrinconada en la cocina. Vé hija, vé a orar y recuerda: Ante la tentación, templanza. ¿Y qué será templanza, pues? ¡¡¡Aaaaaaaaah, qué rico!!!… ¡¡¡Mmmmm… qué bien!!! Ya, ya, ya, zafa chola apestosa, ni para poner el culo sirves. Y ya sabes: calladita nomás, porque si abres la boca, te boto y no te pago nada.

Por fin saciado, limpió su sexo todavía baboso con una toalla, se puso el pantaloncillo de su pijama y salió del cuarto de servicio, cerrando la puerta, muy despacio, con los dientes apretados, y sin respirar, para cazar en el aire todos los vestigios sonoros que alerten a su mujer del rústico objeto de sus ardores. Por fin se acabó. Gracias a Dios.

Ella se limpió también, pero sin mirarse. Luego se acurrucó en el suelo. Había decidido dormir allí porque su cama olía a hombre, a hombre mañoso, a hombre mañoso y malo. Por eso jaló sus cobijas y trató de dormir boca abajo sobre el piso: la cabeza le daba vueltas, las nalgas le ardían y sus lágrimas anegaban los espacios que dejaban sus brazos cruzados sobre el piso. De verdad que trató de inventar el olvido mientras se repetía una y otra vez que nada de eso había pasado, que ella estaba limpia, que ella no era una puta por más que el patrón la obligue a hacer cochinadas. Pero por dentro oía una voz pastosa que inclemente le gritaba, puta, puta, puta… ¡Eres una puta!

Afuera, en el mundo, la aurora empezaba a insinuarse, un nuevo día iniciaba. Pero ella estaba cansada y en su mente sólo había lugar para pensar en “mañana” (que sería domingo) y en cuántos “mañanas” faltaban para tener suficiente dinero e irse. “Mañana”, la misma visión que la sumió en un profundo sueño del que, en sólo una hora, fue arrancada por la inclemencia del despertador a un nuevo “hoy”. Ese día Silvia cumplía 17 años y ya quería que nuevamente sea “mañana”.

Durante el desayuno, el patrón, siempre perfumado y bien afeitado, listo para salir, le explicaba a su mujer que en la noche tuvo demasiado calor y que por eso bajó al patio a tomar aire fresco. Ay, el calor está insoportable, pero yo estaba tan cansada que me quedé dormida como un lirón. (Será como un lechón, marrana).

En un descuido de su mujer, miró de soslayo a Silvia y, memorioso y lascivo, sacó la punta de su lengua blanquecina por entre los labios y le guiñó un ojo, transformado ya, en el animal que bufaba y babeaba sobre su espalda la noche anterior. A ella las piernas se le hicieron mantequilla y dejó caer el azúcar sobre la mesa. ¡Más cuidado Silvia! El azúcar no se regala. Qué torpe eres, no sirves para nada. (Ni para poner el culo). Y, todavía nerviosa, volvió a la cocina para seguir llorando. Es que ellos no sabían que ese día era su cumpleaños.